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EL CÓDIGO DE HONOR DEL LEGIONARIO ROMANO

Por ANTONIO RUNA.

Determinadas filosofías y actitudes ante la guerra hacen más fácil encarar la posibilidad cierta de morir en los momentos previos al combate. Es por esto que una concienciación o mentalidad concreta pueden fortalecer el alma del guerrero, para impedir que éste ceda a la debilidad en esos instantes en los que mira a la muerte directamente a los ojos. El célebre código Bushido de los samuráis nos llega a todos hoy gracias a ciertas películas de acción y a la costumbre actual japonesa de vendernos (y vendernos bien, por cierto) su cultura y los aspectos más atractivos de la misma. Pero ese código del guerrero no es único, y otros soldados de otras partes del mundo, en diferentes épocas, han legitimado, por ejemplo, el derecho al suicidio como medida para proteger la honra del apellido familiar de aquél que había incurrido en un acto indecoroso. Los legionarios romanos ya se comportaban de forma semejante a los samuráis, no sólo en este aspecto, sino en muchos otros, aunque ellos, además, explotaban otros aspectos que los guerreros japoneses no tenían tan en cuenta, como el compañerismo y la preocupación por “el que lucha a tu lado”. Por supuesto, estas tradiciones combativas les fueron legadas, como tantas otras cosas, de los griegos, o, más concretamente, de ciertas culturas hoplitas específicas, pero como solía ser habitual, los romanos realizaron las modificaciones pertinentes para hacer suyo algo que no habían creado en esencia.

Este código de honor solía empujar a los generales romanos al suicidio por su propia mano, o a la muerte solicitada por ellos mismos llevada a cabo mediante la espada y por la mano de una persona de confianza, si fracasaban en la batalla o en otros objetivos marcados por el emperador o el César al que servían. Normalmente en esta forma de “ejecución piadosa”, el ayudante podía matar de frente o desde atrás al individuo deshonrado alcanzándole con la espada gladius romana directamente el corazón, en lugar de mutilar la cabeza como en las ejecuciones de castigo. De esta forma el cuerpo llegaba al otro mundo “de una pieza”.

Hasta tal punto llegó esta costumbre que muchos emperadores o senadores de alto rango llegaban a exigir este destino a sus generales, si es que ellos no tenían por sí solos esta iniciativa.

En muchas ocasiones la muerte se producía antes del enfrentamiento mismo, como una garantía de valor adicional que reclamara la atención de los dioses antes de que nadie desenfundara espada alguna. De esta manera, el general se quitaba la vida en sacrificio ritual para rogar a Júpiter sus favores en combate. Este rito recibió el nombre de Devotio.

No hay muchas pruebas de que sirviera para algo, obviamente, y tampoco se han registrado demasiados casos demostrativos en las crónicas de la Historia.

Como cabe esperarse (faltaría más), las familias de estos seguidores del honor y del código del soldado eran reconocidas por el resto de la sociedad como un claro ejemplo de grandeza. De hecho, lo contrario podía incurrir en el vilipendio eterno del apellido del oficial romano, afrenta que pasaría de una generación a la siguiente sin posibilidad de enmienda.

El honor en el soldado llegaba más lejos que en ninguna de las otras castas de la sociedad romana, y su demostración constante le era exigida a todas las personas que reclamaran la nacionalidad romana, casi imprescindible para dejar de ser considerado un ciudadano de segunda en determinados círculos. No era extraño que algunos políticos y embajadores incurrieran también en el suicidio cuando su honor era puesto en tela de juicio, es más, el suicidio solía ser una prueba definitiva e irrefutable de que el sujeto en cuestión poseía, ya no honor, sino posesión de la verdad. Muchos pueden figurarse que entre la corrupción constante que existía dentro de los núcleos diplomáticos del senado romano, el suicidio era un acontecimiento totalmente llamativo e impactante, pues no muchos eran capaces de beberse un vino envenado o introducirse una hoja de puñal en el cuello, de ahí que un acto semejante se convirtiera en la comidilla de toda una ciudad durante semanas, de producirse.

Pero en las legiones romanas la cosa iba mucho más lejos. El legionario tenía que convivir constantemente con la muerte hasta que llegase la suya propia. Sólo la garantía de la defensa del honor podía impedir que algunos soldados abandonasen las filas ante las armadas salvajes e incivilizadas a las que debían medirse un día sí y otro quizá. Por ello, no sólo eran entrenados profesionalmente en conceptos físicos, como la esgrima, la defensa en falange de la sección con el escudo, los movimientos propios de estrategias predeterminadas o la construcción de material de asedio, sino de una completa filosofía del honor y el orgullo del soldado al servicio del Imperio. En resumidas cuentas, se iba acondicionando la mente del soldado para que subestimara los peligros a los que tendría que encarar en el campo de batalla. Cosa que no ha dejado de hacerse hasta nuestros días.

Estas mentalidades del legionario romano se distinguían de otras culturas porque no se fomentaba la gloria del individuo. Un legionario romano no podía alcanzar la gloria jamás sin la ayuda de los que le acompañaban en el sufrimiento y en la muerte. Las ideas de celebridad y fama les eran extirpadas de sus mentes, pues uno no podría destacarse ni gozar de protagonismos en un sistema basado en la disciplina estratégica donde el soldado no sabe lo que está haciendo, pero el estratega que organiza el frente sí. Es por esto que un legionario nunca pregunta por qué, sino que cumple la orden, por absurda que en principio pudiera parecerle. Sin disciplina, el soldado no podría proteger el propio suelo que pisa, al soldado que tiene al lado y difícilmente podría ser protegido por sus compañeros. Por ello, los centuriones exigían a sus hombres la máxima concentración para minimizar en lo posible las bajas de las diferentes escuadras.

Les era inducido un respeto y un modo de amar a su legión que era parejo al que se profesaba a la propia familia. Uno debía ser fiel siempre a su legión, hasta el punto de tatuarse, marcarse a fuego o escribirse con la hoja de un cuchillo en el brazo el número de la legión por la que luchaba y estaba dispuesto a morir. Algunos soldados sin familia y sin recursos, sólo podían salir adelante en la legión, y, de hecho, ésta era lo único que a muchos le quedaba. Nada más tenía importancia. Era frecuente que un legionario empezase una pelea con cualquier otro civil que pusiera en duda la reputación de su Legión u otro compañero de la misma. También eran normales las denominadas venganzas anónimas. Bastaba con que un miembro de una Legión concreta fuera ultrajado en un establecimiento público, estafado por una organización civil o sido víctima de cualquier forma de maltrato, para que sus hermanos legionarios, sin los atuendos propios de la legión y sin mostrar a la vista marca o señal alguna que delatase su condición de militares, acudiesen en gran número al establecimiento en cuestión y lo arrasaran, lisiando a los responsables del agravio sufrido por el compañero y se marcharan sin dar ninguna explicación.

En las legiones se fomentaba la camaradería pluralizada, es decir, de carácter general, y no centralizada en el individuo. Uno debía llevarse bien con todos los demás, pues la vida de todos estaba en manos de uno, y viceversa. No obstante, los mandos tenían cuidado de separar a aquellas parejas de legionarios que empezaban a intimar en exceso. De esta forma intentaban evitar que el soldado cayera en momentos de indisciplina por desazón en batalla si caía uno de sus amigos más próximos. En los campamentos de guerra, los legionarios eran cambiados constantemente de barracón o tienda de campaña, para que los grupos de hombres estuviesen siempre en movimiento. Era lógico que en cuanto el soldado empezaba a hacerse muy amigo de otro compañero, enseguida uno de los dos fuera destinado a otro lugar. Y sin embargo, los oficiales romanos intentaban generar en sus hombres una sensación de protección e integración generalizada. No importaba quién era ese hombre que tenías al lado; era tu hermano en la lucha, aquél por quien debías desvivirte y el que te salvaría la vida cuando ésta estuviera en peligro.

Por supuesto, en personajes desarrapados de las naciones más salvajes, la inserción a las legiones no podía llevarse a cabo sin largos y metódicos periodos de instrucción, en las que se enseñaba al individuo, muchas veces un bárbaro indómito e iletrado, a convertirse en un hombre orgulloso y satisfecho en su nueva condición de soldado del Gran Imperio. Se les mentalizaba para que fueran conscientes en todo momento de que formaban parte de algo enorme, mucho más importante que ellos mismos o sus propias familias. Y así, el bravo guerrero extranjero lograba civilizarse, y no antes de esto, integrado en la Legión que le permitía la nacionalidad romana, sin la cual no gozaría de privilegios que de otra manera resultarían inalcanzables.

Por tanto, decir que los legionarios y centuriones romanos eran simples marionetas de sus generales, es ser muy injusto para con esos hombres entregados a una doctrina que en tiempos posteriores nadie hubiese dudado en calificar de “caballeresca”.