Por un olor
Por Cristina Capracci
Solo tenía 7 meses y el mundo ya se le hacía pequeño.
Desde la silla en donde pasaba gran parte del día o desde la mullida mantita en donde su madre la dejaba a ratos para que tuviese al alcance sus juguetes observaba el movimiento de los demás miembros de la familia y envidiaba la forma tan aparentemente fácil en que se desplazaban de un lugar a otro. El como su madre se acercaba para hacerla una carantoña y al minuto siguiente ya estaba junto a la mesa recogiendo los restos del almuerzo, o como su padre iba de un lado a otro de la biblioteca reorganizando sus libros y de pronto desaparecía por la puerta camino del baño. Ansiaba hacer lo mismo y muchas veces, provocando con ello las risas de sus padres, ya había intentado salir del confortable cuadrado al que se ceñían sus días pero nunca había logrado otra cosa que no fuese terminar boca abajo incapaz de levantar el peso de su propio cuerpo. Había tanto que ver, tantas cosas que tocar, tantas puertas que abrir y cajones en los que investigar… parecía que aquel quiero y no puedo fuera a durar toda la vida.
Hasta la tarde en que, mientras andaba absorta metiendo y sacando anillas de colores de un palo, un olor completamente nuevo acarició su naricilla. ¿Qué era aquello?. Se quedó con la mano en alto sujetando la pieza azul ya olvidada, agudizando su olfato al máximo para no desperdiciar ni una brizna del aroma, cerrando instintivamente los ojos y dejándose invadir lentamente por aquel instante mágico. El poder que encerraba aquello era tal que el resto de sus sentidos se retiraron para dejar el campo libre a todo el cúmulo de sensaciones que traía consigo. Pero entonces ¿qué significaba esa pena que se le estaba instalando en la boca del estómago? ¿Por qué de pronto la había invadido la nostalgia por algo que sus escasos meses de vida le impedían haber sentido? ¿Qué escondidos recuerdos de vidas que no recordaba haber vivido afloraban de la mano de aquella mezcla olfativa plena de manzana y canela? ¿Qué estaba haciendo su madre en la cocina que ejercía tan demoledora influencia sobre ella?
Tenía que averiguarlo y tenía que ser por sus propios medios, aquella llamada desde lo más profundo de su ser no podía ser ignorada, así que intentó de nuevo la maniobra tantas veces iniciada y tantas fracasada de apoyarse en manos y rodillas para lograr desplazarse, solo que esta vez con la absoluta determinación de lograrlo. Un primer intento, un segundo, un tercero y no hay desánimo que le gane la batalla. Al cuarto amaga un remedo de coordinación entre sus piernas y sus brazos y, por fin, al quinto su primer gateo comienza vacilante. ¡Ya está en camino! ha dado sus primeros pasos más allá de las fronteras impuestas y su meta hoy está en esa cocina de la que surge el poder que da fuerzas a su cuerpecito. Llega, asoma la cabeza por la puerta y ve a la madre manipulando un bizcocho que acaba de sacar del horno. Llama su atención con una pequeña risa de triunfo que se transforma en carcajada al ver la cara que se le queda cuando la ve a su lado. La levanta, la llena de besos y la abraza emocionada.
“¡Has venido tú sola, qué grande es ya mi niña! Eso merece un premio”. Entonces coge un trocito de apfelstrudel y se lo da sonriendo.
¿Así que este era el origen del olor? No se atreve a tragarlo, lo pasea despacio por su pequeña boca mientras saborea lentamente cada miga y se deja saturar por la exquisita combinación de sabores, por la suavidad de la masa y el calor que desprende, mientras siente como en su interior van abriéndose puertas que le muestran imágenes de un pueblo desconocido, de un idioma extraño, de una arquitectura singular… y de una muchacha rubia de unos 15 años, en la que incomprensiblemente se reconoce, entrando en una pastelería atraída por aquel mismo olor para darse de bruces con los ojos de un hombre al que hace 80 años que no ve: Johann.
¡¡¡Johann!! Aquel nombre jamás antes escuchado, aquellas dos sílabas entrelazadas, aquellos sonidos surgidos de lo más recóndito de su corazón provocan un estallido en su interior, una ruptura en la frontera entre el cuerpo y el espíritu, una trasgresión total de todas las leyes conocidas, y el alma de la joven rubia surge de su confinamiento y libera su dolor empujada por sollozos incontenibles que escapan a través de los ojos de la niña hasta dejar su rostro cubierto con las lágrimas por el amor perdido.