Santidad Ahumada
Por A. Svnna.
La tormenta. La claridad brillante de los truenos que se cuelan por las vidrieras. La macabra iluminación de aquella maldita iglesia, aderezada con el eco de las pisadas, danzarinas solitarias. Las caras deformes de los santos, estáticas, convertidas en muecas de odio y oscuridad impenetrable. Noche. La noche que sucede al día. Aquí no reina el sol.
Los bancos proyectan una cohorte de sombras ululantes, que parecen mecerse con cada nuevo destello lumínico. Incluso da la sensación de que todo se mueve, que en esa quietud antinatural hay una presencia tenebrosa, esperando acechante el momento oportuno para salir de su escondite.
Las figuras de madera, que representan a los hasta entonces estáticos santos, empiezan a mecerse, primero con lentitud y, posteriormente, con movimientos espasmódicos. Sus ojos se abren y se cierran frenéticamente, mientras sus extremidades se contorsionan en direcciones imposibles. Sus bocas se entreabren, cogiendo fuerza, para después emitir un coro de alaridos que taladran el alma. Sangran sus ojos, pintarrajeando sus caras brillantes con líneas irregulares, y poco tardan sus ropas en teñirse de rojo carmesí... La temperatura de la iglesia oscila rápidamente entre el frío y el calor extremos.
Neblina; los santos echan humo por la boca.
Detrás del altar, en arcano ritual, el sacerdote empieza a despojarse de su ropa. Con extrema delicadeza, ignorando el endiablado ruido del lugar, dispone sobre el altar todos los objetos que había traído en un burdo maletín, siguiendo un patrón escondido en lo más profundo de su torturada mente.
Entona una misteriosa letanía y el cambio empieza a surtir efecto. Ya no es el tipo afable y comprensivo de siempre, el mismo que días atrás me decía que eso de la fe nunca debía ser tomada de forma fanática, que la tolerancia era lo más importante en un mundo como el nuestro. Ahora es una criatura alta, de por lo menos dos metros cincuenta, estilizada, y con una expresión tan sumamente amenazante en su rostro, que cualquiera de los depredadores más efectivos y letales de la naturaleza parecería un cachorro indefenso a su lado.
Un extraño cuerno le sobresale de la parte posterior de la cabeza, confiriéndole un aire de superioridad inquietante, tal que corona dorada para un rey. El color de su piel se torna morado, y varias membranas de un color más claro emergen de su cuello y espalda. ¿Un ángel? ¿Un demonio? Sus brazos hipermusculados se mueven con agilidad impropia, siguiendo, como parece ser, el ritual que había puesto en marcha. ¿Para qué? No lo sé. Y aunque las palabras que pronuncia, llenas de chasquidos heladores y de combinaciones impronunciables para un ser humano normal, son el perfecto paradigma del terror, aún más aterradora resulta la proyección de su sombra en el retablo dorado de la iglesia.
Estoy temblando, escondido entre los bancos desde el principio. El sudor perla mi frente. ¿Cómo puedo salir de aquí? Ya no me interesa nada. No me importa. Me da igual este pueblo y todo lo que hay en él.
Viajero, acercaos- dice el sacerdote-. ¿Pensabais que no era consciente de vuestra presencia? Claro que sí. Salid.
¿Y qué más da todo ya? Eso es lo que pienso mientras empiezo a erguirme. De pie, al fondo, mirándolo fijamente. Y él, altivo, con la cabeza ligeramente alzada hacia el infinito, me tiende una mano en actitud conciliadora. La tormenta sigue rompiendo la noche de vez en cuando, mientras camino lentamente, dubitativo, por el pasillo central de la iglesia. El característico eco de estos lugares acompaña mi avance. Los santos murmullan. La niebla baja, mezclada con el humo, se aparta de mí, para cerrarse luego a mis espaldas.
Hace mala noche para andar por ahí, hijo mío- sonríe, dejando al descubierto un par de afiladas hileras de dientes.
Durante todo este tiempo, jamás pensé que el autor de los asesinatos fuerais vos- afirmo sin rodeos.
¿Asesinatos? Pero si yo no he matado a nadie- se humedece los labios-. Además, creía que vuestra estancia en nuestra humilde aldea se debe a una serie de lamentables desapariciones...
No soy estúpido. Sea lo que sea lo que pasa aquí, está claro que andáis detrás de todo. Ver para creer, ¡un sacerdote!
No os precipitéis en sacar conclusiones, hijo mío, que a lo mejor os equivocáis, y mucho.
Me basta con saber que sois un demonio que se esconde tras la máscara de una persona para sospechar. ¿Dónde están todos? ¿Dónde los tenéis?- desenfundo el sable, presto para lo que haga falta.
Él le echa un vistazo a mi arma y niega con la cabeza.
Entiendo. ¿Y creéis que eso puede hacerme algo? ¿A mí, a uno de los señores del Amanecer Dorado?
Apuesto a que sí- y, sorprendentemente, la expresión de la criatura cambia de forma imperceptible para el ojo inexperto, pero no para el mío.
Venid- se humedece los labios nuevamente.
Se da la vuelta sin esperar a mi reacción, se persigna de cara a la cruz, se viste rápidamente con una túnica y, luego, pone rumbo a la puerta de salida. En este mismo instante podría ensartarlo con el sable, pero lo dejo ir. Quiere enseñarme algo, supongo, y como es posible que se trate de los desaparecidos, hago cálculos mentales y decido mantener la calma y, lógicamente, extremar las precauciones. No puedo descartar la posibilidad de que esté tratando de llevarme a una trampa. Aunque su aspecto es ciertamente demoníaco, no se comporta en absoluto como cabría esperar de un ser así. Desconcertante y, sobre todo, indicativo de una inteligencia superior. Peligroso.
Nos dirigimos a uno de los edificios anexos. La puerta parece muy vieja, carcomida por las inclemencias del tiempo. El sacerdote extrae pacientemente una llave de bronce de uno de los pliegues de su ropa. La introduce en la cerradura y la hace girar con un pequeño esfuerzo. La puerta cede entre quejidos, descubriendo un pasillo descendente que se pierde en la oscuridad. Aprieto a intervalos irregulares el pomo de mi espada, como queriendo asegurarme de que aún la llevo en la mano. Él se limita a lanzarme una ojeada y a sonreír, deformando su ya de por sí endemoniado rostro. “Muy bien, sigamos”, pienso.
Cruzamos el umbral sin miramientos, aunque él se ve obligado a agacharse para poder entrar. Su largo cuerno craneal, tan afilado como la garra de un tigre, le supone un estorbo en lugares de reducidas dimensiones. Veo como chasquea los dedos y la puerta se cierra a nuestras espaldas. La intranquilidad me invade, mientras la poca luz proveniente de la luna se desvanece poco a poco, luchando fútilmente contra la puerta que se cierra. Qué lejos queda la noche.
En pocos segundos, una hilera de antorchas se enciende, dejando patente que el pasillo tiene una pendiente bastante pronunciada, en espiral. Hay un olor a humedad y a hierro muy intenso. Lo sé porque noto el sabor en la boca, no es agradable.
Seguimos bajando, escalón tras escalón. La criatura, encorvada, con la túnica arrastrando, terriblemente sucia por las zonas que se deslizan sobre el suelo... Y yo siempre a unos pocos pasos por detrás, con el sable en mano, atento.
Cerca del final ya empiezan a aparecer extrañas runas en las paredes. Pintadas con colores muy variados, su significado está mucho más allá de mis conocimientos, aunque semejan una mezcla aleatoria de runas de distinta procedencia.
Una puerta. Otra puerta. Cerrada. El sacerdote se queda quieto, justo enfrente de ella, y pronuncia dos palabras monosilábicas, o quizás una misma palabra en dos tiempos. Sea lo que sea, la madera de la puerta y el hierro de los goznes obedecen su orden y se abren de par en par. Entramos.
Él da unos cuantos pasos más y se gira hacia mí. Entre tanto, yo camino con prudencia, mirando en todas direcciones. No hay nada, la estancia está completamente vacía. Luego llega uno de esos momentos más bien propios de las historias de miedo que se cuentan en las tabernas, cuando noto que algo está goteando sobre mi hombro. Extiendo el sable, tratando de erigir una barrera entre la criatura y yo por precaución, y a continuación alzo la mirada...
Colgados de ganchos de hierro, sujetos al techo, hay hileras interminables de... cadáveres. En espantosas muecas, de muerte súbita y dolorosa. Decenas de ellos, desde niños a ancianos. Todos los desaparecidos que había estado investigando en los últimos días (y muchos otros de los que ni siquiera había oído hablar) están aquí.
El sacerdote sonríe. Parece que todo le hace gracia y se mantiene calmado, mas también es cierto que su cuerpo da la impresión de haber menguado. No entiendo nada.
Los habéis matado- articulo no sin cierta dificultad.
No hay muerte. Muerte no hay, hijo mío. Que en el cielo viven todos, en el reino de nuestro Señor. Inmortales, han pagado por sus pecados y ahora ya nada han de temer.
¡Callaos! Estáis loco, pero ¿qué habéis hecho? ¿Por qué?- me acerco a él amenazante-. Hablad u os atravieso, vil criatura.
Su mirada es un acertijo. ¿Está pensando? ¿En qué? ¿Por qué me permite ver esto? Está claro que no me dejará salir de aquí vivo.
Desde niño he creído en Dios. He leído sobre los castigos divinos, sobre la necesidad de redención por parte de los pecadores. Todos nosotros, en fin, malditos desde el nacimiento. Seres de corrupción infame, alabamos a un señor divino para descargar nuestra conciencia y aliviar nuestra existencia. Mas, nadie parece escuchar... Y, ¿sabéis qué? Hay que creer, hay que creer en el Señor, porque Él nos salvará.
No entiendo nada ¿qué pretendéis decirme con eso?
Decidme ¿creéis en Dios?
Por supuesto. Si no fuera así, no trabajaría para la Santa Inquisición.
Esa respuesta no es del todo convincente. Bien pudiera ser que trabajarais para ellos por temor...
Poco importa lo que crea o lo que no. Habéis cometido un crimen y seréis juzgado por ello. Entregaos, por favor, no lo hagáis más difícil.
El Señor respalda mis acciones. Con su Libro Sagrado extiendo la verdad en estas tierras abandonadas y consumo su obra más hermosa y perfecta- recita tal que si fuera una arenga de los domingos, en misa, al mismo tiempo que su aspecto cambia nuevamente.
Parece que vuestro cuerpo se desinfla, padre- comento con sorna-. Quiero explicaciones, ¡ya!
El Señor, el Señor Dorado- está muy nervioso-. Él ha venido a mí y me ha dicho lo que tenía que hacer. Acabar con los pecadores, mandarlos al Reino de los Cielos, y luego... devorar su carne infecta para purificar su cuerpo y que el espíritu no vagabundee por el reino de los vivos.
En ese momento miro para los cadáveres y descubro algo que inicialmente se me había escapado: les faltan partes del cuerpo, arrancadas, descuartizadas. Sin ojos, sin dedos, sin manos... Literalmente desangrados. Pura brutalidad.
¿Quién es el Señor Dorado?- pregunto, tratando de tirar más del hilo. El sacerdote quiere hablar, aunque podría ser una trampa o simple arrepentimiento, si bien dudo de esto último.
El Señor Dorado, es el más importante de entre nosotros. Porque hay muchos más como yo, ¿sabéis? Muchos más, claro que sí, muchos más. Y Él reina en el palacio de Cristo, guiando a los pobres mortales, indefensos ante el pecado y el mal de Lucifer.
¡No puede ser! El Vaticano... Eso es una blasfemia.
La criatura, cada vez más pequeña, realiza una curiosa mueca con la boca, dejando al descubierto sus encías. Eso puede significar cualquier cosa, el sacerdote no confirma ni desmiente mi conjetura. Luego, mientras el brillo de sus ojos se vuelve más oscuro y hostil, da dos pasos hacia delante. Su cuerpo recuerda por momentos al hombre que yo conocía, bonachón y práctico.
Como accionado por un resorte, se lanza contra mí y me agarra por el cuello. Inesperadamente, es incapaz de moverme. No tiene fuerza. Desprovisto de su cuerno, de sus membranas, de todo, en resumidas cuentas, lo demoníaco que había en su ser, ante mí se yergue un hombre, totalmente normal.
Sus ojos llorosos, su mirada vacía. El pelo despeinado, en todas direcciones; sus dientes ennegrecidos a saber por qué... Y luego, veo cómo se cae al suelo, entre sollozos, repitiendo incesantemente que había pecado y que tenía que rendir cuentas ante el Señor y sus tribunales celestiales. Se lleva las manos a la cabeza y grita. Y llora y grita. Alternativamente, sin parar.
De rodillas, entre un jardín de muertos colgados. La locura más intensa, en su creación más disparatada. Matar a otros seres y devorar sus cuerpos y sus almas, creyéndose con la verdad, quizás dejándose guiar por algún tipo de doctrina sectaria. Y descubrir, paradójicamente, que el único extraviado por el camino había sido él. Que de tanto comer había quedado vacío por dentro.
En las investigaciones posteriores, se descubrieron compartimentos secretos esparcidos por toda la iglesia. Las figuras de los santos eran huecas por dentro y tenían unas cápsulas de substancias alucinógenas, que se liberaban al presionar una baldosa situada tras el altar. La neblina, el humo de aquella noche, había tenido mucho que ver con todo lo que había ocurrido. Yo había visto una criatura y quién sabe lo que habría visto el sacerdote. Pobre diablo.
Luego de dar la pertinente sepultura cristiana a los fallecidos, redactar el informe y entregar al cura a las autoridades en la ciudad, recibí orden directa de la Inquisición de dejar la investigación y no volver a ella nunca más. Punto muerto, hilo cortado. Mas ¿qué había de real en su locura?